lunes, 13 de julio de 2009

Edificio 8 Apartamento 36
Uno. Techos altos

Soy el menor de cuatro hermanos. Tres varones y una hembra. Ellos son Junior, Virgen, Carmelo y yo. Mi padre, que se llamaba Anastacio, era negro como la brea y mi madre, Norma, era blanca como la leche. Mientras nacíamos, fuimos blanqueando hasta que llegué yo y salí sin pintura. Jincho. Menos mal que salimos de esa forma, lindos nos hubiésemos visto luciendo como cebras.
El nombre lo adquirí en homenaje a mi tío. Cuando mi madre estaba embarazada de mí, él estaba en Viet-Nam. Ella le hizo una promesa a la Virgen del Perpetuo Socorro, que si mi tío regresaba a salvo de la guerra y yo salía nena, me pondría de la Virgen. Pero salí varón, -sí, porque ese nombrecito no era- por eso, como él regresó sin un dolor de muelas, me pusieron su nombre: Pedro
El más lejano recuerdo que tengo es estar en el apartamento de mi mamá allá en Nueva York. La puerta de entrada tenía una vara, que se colocaba de forma diagonal entre el piso y la perilla para evitar que cualquier indeseable entrara. Era un pasillo largo, con cuartos a cada lado. Mi hermano, el más cercano en edad, solía guardar sus juguetes en la base de la ventana. Y yo, un día, decidí guardar los míos en el sofá. La cocina tenía un empapelado de limas y limones. Esos momentos se me confunden. Lo que vienen son imágenes inconexas, que no sé cuan cerca o lejos está una de otra. De lo que sí estoy seguro es de en una ocasión mi hermana se levantó temprano en la mañana, sigilosamente, a cambiar las sábanas de donde estaba durmiendo porque había orinado la cama. Mi madre dejaba la puerta abierta del baño para poder vigilarnos a todos. En otra ocasión, mami llevó a mis hermanos a la escuela. Había nevado. Tenía unos guantes de Mickey Mouse que no me gustaban. Debía tener entre dos y tres años.
Por razones que aún desconozco, me enviaron a Puerto Rico a vivir con mi abuela, en esa primera etapa de mi infancia. Así fue que comenzó mi desarrollo como persona en el Caserío Hato Grande de San Lorenzo. Los residenciales en los pueblos del interior son distintos a los del Área Metropolitana. Una de las características es que son más pequeños, más íntimos. Nunca hubo problemas de robo o de violencia. Los tecatos lo que fumaban era marihuana. Quizás usaban otras drogas, pero era bien raro y se escondían para usarlas. Lo que si había eran problemas de alcoholismo. La mayoría de la gente se conocía por sus apodos o nombres folclóricos y el ambiente era seguro.
Todos los edificios son de ocho apartamentos, cuatro en el primer piso y cuatro en el segundo, divididos por dos escaleras a cada lado. El edificio 8 comenzaba con el apartamento 33, que si se mira de frente, es el de la esquina de abajo a la izquierda. Allí vivía doña Laly, con su esposo que estaba enfermo y posteriormente le cortaron las piernas por que le dio gangrena y murió. También residía allí su hija, que era candela. Arriba, en el 34, vivía y vive doña Agripina que era viuda y un hijo que tardó muchísimo en irse. Ella era un ogro pero hacía buenos “limbers” que vendía a diez chavos. Los que más me gustaban eran los de china y los de uva. Abajo, en el 35, lo ocupaba Esteban. Él era plomero y sordo. Arriba en el 36 vivíamos nosotros: mi abuela Carmela, el hermano de mi abuela, Boné, mi tío Paco y yo. Abajo en el 37 vivía Lolito el bacalao. Era “Handyman” y era alcohólico. En el 38, vivía Monín con sus tres hijos de padres distintos: Papo, Wilfred y Heri. Uno ya era adulto, pero los otros dos eran contemporáneos conmigo. Wilfred por ejemplo, era una de las personas más talentosa que he conocido. Se pasaba construyendo replicas de naves espaciales como las de Star Wars en cartón. Pero no las unía con pega, sino que la cosía. Luego, llegó a construir robots como los dibujos animados Mazinger Z. Eran espectaculares. Si ese tipo hubiese estudiando escultura, no tengo dudas de que se hubiese destacado como uno de los mejores en el país. Pero la pobreza hace que los talentosos sigan otro rumbo. Lo último que supe de él es que vivía en Canadá y era guardabosques. Heri, su hermano menor, fue mi gran amigo por muchos años. De ese tengo muchas historias. En el 39 vivía viudo Ligorio con sus cinco hijas. Pero se mudó rápido y ese apartamento estuvo vacío por mucho años. Y en el 40 vivían Los lechuzas. Era la madre María, una doña bien flaca, una hija impedida y dos varones: Robín y Tom.
Todos los apartamentos eran de techos altos, con huecos rectangulares en la parte de arriba de las paredes para mejor ventilación, dos cuartos y un baño que estaba en la parte de atrás. Así, que si te daban ganas de alguna necesidad biológica por la noche, literalmente, había que salir afuera porque el acceso al mismo era por la parte del balcón de atrás, a la interperie. No teníamos muchas cosas. Había un comedor con un mantel de tela cubierto por uno de plástico transparente y tres sillas. En ese mismo espacio estaba la sala con un sofá y dos butacas. Un televisor a blanco y negro, con un radio que nunca apagaban, un reloj de cuerda y péndulo que jamás estuvo en hora. Al lado estaba la cocina, con una nevera, estufa de gas y los gabinetes. Una puerta con aldaba la dividía del balcón trasero. En ese balcón mi abuela sembraba matas de todo tipo en tiestos de latas de galletas “export soda” marca Sultana. Estaba el cilindro de gas de cuarenta galones, una pileta para lavar ropa y la entrada al baño. El vecino de abajo tenía un techito de zinc por el que me escabullí muchas veces sin que abuela se diera cuenta. En las paredes había un espejo, dos cuadros de tema religiosos. También estaban colgados dos pequeños cuadros, color negro que mi tío trajo de Viet-Nam -que aún conservo- y que no combinaban con nada y otro tipo acuarela que trajo del Japón. Los tomacorrientes eran altos Era un aparato que no sé como describirlo pero que se le colocaba la bombilla y también se conectaban las extensiones para darle corriente a todo los enseres del sitio.
En el cuarto de la izquierda dormía mi tío en una cama de cedro oscuro, único legado de mi abuelo que fue ebanista. Y en el cuarto de la derecha había una cama en la que dormíamos mi abuela y yo. En ese mismo cuarto, en el piso, dormía en una especie de catre, el hermano de mi abuela. El por qué dormía ahí, es algo que contaré más adelante. No había clóset. Mi tío se las ingenió para construir un triángulo en madera en el que mi abuela colgaba todos sus trajes multicolores y en la parte de arriba del mismo, guardado en latas de galletas de flores, estaban las fotos familiares. Las cosas más íntimas y de valor, mi abuela las metía en un baúl que cerraba con un candado del cual ella era la única que tenía la llave.
En la parte de atrás del edificio había una fábrica de tabaco abandonada, a la que muchas veces me metí a buscar termómetros. Eran grandes y de madera. Los usaban para el tabaco. Servía de división un gran árbol de jovillos. Era tan grande y tan espectacular, que derrumbó un muro de concreto que se habían construido para dividir los terrenos del caserío del de los de la fábrica. Trataron de tumbarlo muchas veces pero nunca pudieron. Era tan imponente que le quemaron parte del tronco haciéndose un hueco y aún así permaneció de pie. Se cayó con el huracán Hugo. Al lado derecho de la fábrica abandonada estaba un almacén de la Mueblería el Popular, una de las más prósperas del pueblo y a donde había que acudir cada vez que se acababa el gas. Sólo los que vivían en el primer piso tenían terreno. La única del segundo piso que tuvo un solar fue doña Agripina que se agenció uno de los laterales, le puso verja y ya: era de ella.
De esos primeros años casi no tengo recuerdos. Lo que sé es porque me lo han contado o porque lo he reconstruido a través de fotos. Pero no acuerdo de mucho.
De lo poco que sé de mis abuelos y de mis tíos les comentaré en la próxima entrega.
Próximo capítulo: Cupones de alimentos.

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