jueves, 28 de octubre de 2010

Clase graduada

Cuando pasaron veinte años, se reunió la clase graduada. Todo el mundo enseñó con orgullo las fotos de sus hijos y hablaron de los logros de éstos. Pasaron veinte años más, se juntaron de nuevo, y la gente enseñó los potes de pastillas y hablaron de quién tiene más padecimientos.

sábado, 16 de octubre de 2010

Cenizas

Que tus cenizas sean esparcidas en el Sahara. Los vientos alisios, que conocen el camino de regreso, traerán tu esencia, y polinizarán junto a la lluvia el verde menta de los campos, mientras el murmullo de las hojas bautizará el germinar de la vida.

lunes, 11 de octubre de 2010

Tapa de inodoro

Hay una batalla que los hombres siempre vamos a perder frente a las mujeres y es la dejar levantada la tapa del inodoro luego de haber concluido el proceso de expulsar el líquido amarillo. No hay excusa, argumento, reflexión, omisión, pelea, que las haga cambiar de opinión: hay que bajar la tapa. El hombre pasa el mismo trabajo en levantar la tapa para orinar que la que pasan ellas en bajarla para sentarse. Pero eso no las convence.Y pobre de aquel que tenga la osadía de dejarle gotas de orín en la tapa para evitarse el sube y baja. Para el varón recién casado el mejor consejo que le puedo dar para evitar una confrontación infructuosa con su esposa es que baje la tapa calladito. O bajas la tapa o aprende a mear sentado.

lunes, 2 de agosto de 2010

Vencido por el imperio

Tras cuarenta y nueve años en el poder, harto de estar embriagado en su propia dictadura comunista, demostrándole al imperio del norte que un bloqueo económico no sería suficiente para sacarlo de su sitial en la historia, decidió retirarse. Resistió; su pueblo subsistió a las privaciones. Casi venció al tiempo. La muerte copuló con él en varias noches de fiebre y delirio tropical. Y al final de sus días, en sus últimas comparecencias públicas y mediáticas, el gran Patriarca finalmente quedó derrotado al ostentar una sudadera Nike, símbolo de la opulencia capitalista que tanto combatió.

¡Feliz cumpleaños!

(Cuento)

Los calambres estomacales le comenzaron dos días antes de meter a bañar a su hija en una paila vieja de pintura, y se fueron agudizando según iban pasando las horas.
-¡Ni que estuviera pariendo, coño! – se quejó.
El temblor de las manos apenas permitió terminarle la trenza a la niña.
-Te tengo una sorpresa, cariño. Ven conmigo. – Le dijo sin entusiasmo.
-Vamos a jugar…
-Mi amor, ya tendrás tiempo para lo que quieras.
Caminaron hasta donde estaba un auto deportivo gris. Un hombre, exquisitamente vestido, acercó el rostro hasta el cuerpecito escuálido de la cumpleañera. Y con los ojos cerrados, la olió.
Miró satisfecho a la mujer, en el mismo instante en que ésta se secaba, con la manga estrujada y sucia de la camisa, el sudor frío de la frente.
-¡Aquí tienes lo convenido!
Le tiró un sobre amarillo, cargó en hombros a la niña y se marchó.
La mujer deambuló en dirección contraria para que la culpa dejara de respirarle en el oído. Llegó hasta el punto de drogas y le dijo al vendedor:
-Dame lo mejor que tengas. Hoy mi nena cumple tres añitos y voy a celebrarlo en grande.
Le pagó con todo el dinero del sobre amarillento y se alejó, para olvidarse de los calambres, en el infinito.

sábado, 15 de mayo de 2010

Brutalidad institucional

Nunca se me va a olvidar la imagen de ese padre que la policía le dio una pela por el único delito de tratar de llevarle comida a un hijo que estaba en la huelga universitaria. Es que la policía, ni este gobierno acaban de entender que cuando se trata de un hijo uno está dispuesto, no solamente de enfrentar a un regimiento policiaco, sino que uno es capaz de enfrentársele a todo el ejército de los Estados Unidos.

domingo, 4 de abril de 2010

Ciudadano P

De camino al aeropuerto pensé que debía despedirme de alguien. Es lo usual en estos casos. Pero no lo consideré necesario. ¿A quién iba a llamar? Nadie sabe de mi partida. Y ya no me queda familiares de quien aferrarme. Me bajé del taxi con un bolso liviano. Compraría la ropa que necesitara en mi destino final. Verifiqué el pasaje en la máquina y me dirigí a la salida dieciséis. El empleado me retuvo en la compuerta que verifican las pertenencias y los metales.
-Espere aquí.
Aguardé en una caseta de acrílico. Me sentí como una de esas frituras de jueyes, de las que venden en los chinchorros de las playas.
-¿Pasó algo malo?- le pregunté al empleado.
-Nada, es una inspección al azar.- Y me dejó esperando.
Allí parado sentí las miradas disimuladas e inculpatorias de los demás viajeros que por allí pasaron. Ese tipo parece que quería ver si me ponía nervioso, o me ponía a sudar con ese frío que había o hasta alterarme, así que no le di motivos y me mantuve tranquilo.
-¿Esto va a tardar mucho?
-No. ¿Para dónde va?
-Voy a turistear a la cuidad del pinche.
-¿Y de dónde viene?
-Soy de aquí, de la ciudad amurallada.
La espera tardó más de lo usual. Ese pendejo lo que quería era joderme el día. Estoy seguro de que a un gringo no lo paran. Tenía que ser un puertorriqueño jodiendo a otro. Es que somos malos con nosotros mismos. Ese ya entregó las nalgas al imperio. Por eso es que este país no tiene salvación.
Otro de los empleados le preguntó al cabrón que si pasaba algo. Le comentó algo al oído, no quería que yo oyera que había metido las patas conmigo, porque mis cosas no las revisaron, sólo a mí. Supongo que no les quedó otro remedio que seguir el procedimiento de rigor sin mucho entusiasmo. Menos mal que me había afeitado el día antes porque entonces sí que no me dejaban irme por parecerme a un musulmán.
Ya montado en el avión, decidí olvidar el asunto. Pusieron la película pero no repartieron audífonos. Saqué los míos y me puse a verla desganado. No la resistí, era espantosa. Era sobre personas que se decían la verdad en la cara, como si nada. Se supone que me hiciera reír, pero me dio sueño. Cuando estaba casi dormido, el azafato dijo por el intercomunicador que harían una colecta para los niños pobres de Unicef. No lo podía creer. Estos tipos que cobran un montón de dinero por el pasaje, que facturan aparte por las maletas, tenían el descaro de pedir dinero como si fueran tecatos en la luces de la Ponce de León. Me quedé con los ojos cerrados. Que le pidan dinero a los dueños de la American, ellos tienen demás.
Cuando llegué a la cuidad del pinche de ropa, instintivamente, saqué el celular. Es la costumbre de querer avisarle a alguien, a quien sea, de que el viaje estuvo tranquilo y que se llegó bien al destino. Lo volví a guardar. Comprendí que aquello a lo que uno realmente llama patria no un el lugar en específico, sino al cariño y la gente que se deja atrás, la que esperan por uno. Ya ni eso me queda. Me puse el abrigo, boté el chicle que mastiqué para que no se me taparan los oídos en el vuelo, detuve un taxi y me dirigí al hotel. Quizás sea mejor no regresar jamás.