domingo, 4 de abril de 2010

Ciudadano P

De camino al aeropuerto pensé que debía despedirme de alguien. Es lo usual en estos casos. Pero no lo consideré necesario. ¿A quién iba a llamar? Nadie sabe de mi partida. Y ya no me queda familiares de quien aferrarme. Me bajé del taxi con un bolso liviano. Compraría la ropa que necesitara en mi destino final. Verifiqué el pasaje en la máquina y me dirigí a la salida dieciséis. El empleado me retuvo en la compuerta que verifican las pertenencias y los metales.
-Espere aquí.
Aguardé en una caseta de acrílico. Me sentí como una de esas frituras de jueyes, de las que venden en los chinchorros de las playas.
-¿Pasó algo malo?- le pregunté al empleado.
-Nada, es una inspección al azar.- Y me dejó esperando.
Allí parado sentí las miradas disimuladas e inculpatorias de los demás viajeros que por allí pasaron. Ese tipo parece que quería ver si me ponía nervioso, o me ponía a sudar con ese frío que había o hasta alterarme, así que no le di motivos y me mantuve tranquilo.
-¿Esto va a tardar mucho?
-No. ¿Para dónde va?
-Voy a turistear a la cuidad del pinche.
-¿Y de dónde viene?
-Soy de aquí, de la ciudad amurallada.
La espera tardó más de lo usual. Ese pendejo lo que quería era joderme el día. Estoy seguro de que a un gringo no lo paran. Tenía que ser un puertorriqueño jodiendo a otro. Es que somos malos con nosotros mismos. Ese ya entregó las nalgas al imperio. Por eso es que este país no tiene salvación.
Otro de los empleados le preguntó al cabrón que si pasaba algo. Le comentó algo al oído, no quería que yo oyera que había metido las patas conmigo, porque mis cosas no las revisaron, sólo a mí. Supongo que no les quedó otro remedio que seguir el procedimiento de rigor sin mucho entusiasmo. Menos mal que me había afeitado el día antes porque entonces sí que no me dejaban irme por parecerme a un musulmán.
Ya montado en el avión, decidí olvidar el asunto. Pusieron la película pero no repartieron audífonos. Saqué los míos y me puse a verla desganado. No la resistí, era espantosa. Era sobre personas que se decían la verdad en la cara, como si nada. Se supone que me hiciera reír, pero me dio sueño. Cuando estaba casi dormido, el azafato dijo por el intercomunicador que harían una colecta para los niños pobres de Unicef. No lo podía creer. Estos tipos que cobran un montón de dinero por el pasaje, que facturan aparte por las maletas, tenían el descaro de pedir dinero como si fueran tecatos en la luces de la Ponce de León. Me quedé con los ojos cerrados. Que le pidan dinero a los dueños de la American, ellos tienen demás.
Cuando llegué a la cuidad del pinche de ropa, instintivamente, saqué el celular. Es la costumbre de querer avisarle a alguien, a quien sea, de que el viaje estuvo tranquilo y que se llegó bien al destino. Lo volví a guardar. Comprendí que aquello a lo que uno realmente llama patria no un el lugar en específico, sino al cariño y la gente que se deja atrás, la que esperan por uno. Ya ni eso me queda. Me puse el abrigo, boté el chicle que mastiqué para que no se me taparan los oídos en el vuelo, detuve un taxi y me dirigí al hotel. Quizás sea mejor no regresar jamás.